Elegía a una ciudad muerta

Es ésta la ciudad
En que no hay sino piedras derruidas
Y sangre derramada entre las piedras;
Calaveras de azul fosforescencia
Y árboles fulminados y caídos
Como los mismos hombres que lograron
Sembrarlos y que, luego, crecer vieron
Sus verdes ramas altas y su sombra.

Es ésta la ciudad
De fuentes ya cegadas, ya sin claros
Diamantes circulando por los grifos.
Y de mármoles rotos, de desnudos
Dioses que ya no muestran su blancura
Perfecta, con el sexo iluminado
En medio del jardín, entre las rosas
Y dorados naranjos y azahares,
Madurando el deleite de su aroma.

Es ésta la ciudad
De los muertos. Los muertos no llorados.
No recogidos. No enterrados. Muertos
Que se pudrieron en la sombra, junto
A la casa y al árbol y a la fuente
De piedra milenaria. Sólo muertos
Que de un límite a otro de la tierra
Quedaron a su hora abandonados
Como estiércol regado entre la yerba,
Entre la paja seca, sin rocío,
Quemada por el ala del arcángel
Rebelde, sin piedad, bajo los cielos.

Es ésta la ciudad
Que yo he visto, tú has visto y hemos visto
Todos, con el espanto de la muerte
Signado entre sus muros, en los huesos
De sus hijos caídos y en las ramas
De sus caídos árboles.

Es ésta la ciudad
De que han hablado sólo con sus lágrimas
Hermanos emigrantes
Y amigos forasteros
Que recuerdan la luz de las colinas
Y los valles, y el sauce y el molino
Ardiendo junto al río que no pudo
Contener al afluente de la sangre.

En torno de sus viejos torreones
Y del árbol de blancas medias lunas
Amáronse pastores y doncellas.
Y el labrador sabía amar sus bueyes,
Su casa, su mujer, su tierra, todo
Lo que abarcaba en torno de su cielo.
Con el hacha en el hombro hacia los bosques
Iban otros en busca de los cedros más altos y más recios. En la playa
Vecina, junto al mar, los pescadores
Extendían al sol sus anchas redes
Y de noche tornaban a sus tibios
Hogares con sus peces. Otros hombres
Después de la faena iban con gesto
De mocedad en pos de la guitarra,
A sus cantos de amor y alegres rondas.

El niño allí crecía en los barbechos
Silencioso y tenaz la encina.
Las mujeres hilaban en telares
De maderas antiguas, como hilaban
Las mujeres sagradas de la Biblia.
Los ancianos oraban parcamente,
Y al caer de la tarde bendecían
A sus hijos, al sol, a las cosechas.
Y la tierra en la gloria de su júbilo
Se doraba en la piel de los ganados.

Ahora la ciudad
Es ciudad de la sangre y de los muertos.
Allí cayó la chispa de los cielos.
Allí cayó la chispa, fatalmente,
Y convirtió de pronto en remolino
Y vértigo de llamas, humo y polvo,
Su edificado mundo de alegría
Y de paz en mitad de la montaña.
Las violetas y mirtos de su historia,
Su corazón de flores y de trigo,
Su torre de palomas y campanas.

Bajo aquel cielo lleno de ceniza
Ahora está meciéndose la niebla.
Sobre muros y arcadas en derrumbe,
La yedra asoma apenas, y rozando
Las ruinas, como un ala mensajera
Del reino donde habita la esperanza,
Que es substancia del hombre, pasa el viento.

Manuel Felipe Rugeles