«Rechazado por la Asistencia Pública, el jornalero Tiburcio Tovar muere de hambre al borde de un camino de la Hacienda “La Vega”. Antes de morir llamó a una mujer para que lo recostara sobre la tierra. Dijo: “Siéntame aquí para morir”».
El Nacional, Caracas
5 de octubre de 1943
Padeciste, Tiburcio, de hambres incurables.
La curva de tu vida, filo de guadaña,
te hirió el alma bondadosa y popular
y un día como todos, la muerte reposada,
con su aire de novia eterna, se ciñó
dulcemente, Tiburcio, a tu cuerpo mortal.
Si acaso hubiera muerto contigo la miseria.
Si acaso hubiera muerto, Tiburcio, cantaría
las yerbas que retoñan de tu joven cadáver,
ya cielo sin entrada, ya tierra sin salida.
Cantaría tu raza mestiza y agitada,
los gestos y palabras que alzaron tus angustias,
el plumón de cacique levantando en tu sueño,
tus impulsos solares, tus coronas de luna.
Si acaso hubiera muerto contigo la miseria,
aunque tan solo fuera la que cupo en tu pan.
Pero sé que la muerte nos entrega tu herencia,
tu jornal de pobreza hasta el último día,
tu cadena de penas, palmo a palmo de tus hambres,
gota a gota el sudor de tu humana agonía.
Pero sé que la muerte nos entrega tus cuentas,
que otros hombres heredan tu pobreza y abundante,
y por ella y por ellos me desordeno y sufro,
y desnudo mi voz a los pies de tu sangre.
Te moriste en el cuerpo,
dientes al aire, carne y uñas sueltas,
levísima osamenta bajo el arco del tiempo.
Te moriste en la cédula,
identidad de humo dormida entre las plantas,
tú, nombre y apellido de la pena.
Te moriste en el alma,
hija del hombre y de la tierra verde,
sustancia de tu grito, rosa del hambre humana.
Te moriste en la muerte
por fin, Tiburcio, con materia y verbo,
cara y sello de ti, ¡oh cadáver creciente!
y sin embargo ¡qué vivo está tu sufrimiento!
Vive tu sufrimiento, se extiende como yedra,
se reparte entre quienes, como tú, padecen
de un hambre vegetal sobre la tierra ajena.
Recobra tus potencias de carne olvidadiza,
de espíritu mortal, tu hastío, tu apetencia.
Vive con el amargo sabor de tu saliva,
con tu sudor, tu silbo, con la pedrada aquella
que te dieron de niño, con la moneda rica
de tu primer mandado, con tu primera siembra
tan grande como el mundo desde tu tierra ínfima,
tu querencia inicial de ciervo en primavera.
Vive con tus desvelos, espantos y consejas,
tus voces de rebaño, tus ayes de madera,
con tu cansancio joven, tus soledades ígneas
y tus calores fríos junto a tardías hembras,
tus pujos y puntadas, luego, cuando la vida
te sonó a huesos rotos y se te puso enferma,
y empezaste a morirte de bruces, noche a día,
con tres siglos de hambre venezolana a cuestas.
Sufro y me desordeno por tu muerte, Tiburcio,
duelome en el poema, los ojos, la ternura.
Tiene mi corazón la edad de tu agonía
y empiezan mis palabras con tus palabras últimas:
«Sergia, dame la mano,
Siéntame afuera para morir»